Ezequiel Martinez Wagner
29 de jul de 2022
Una pareja debe construir una máquina del tiempo antes de que el tiempo mismo los separe.
Tiempo
Me pesaban los párpados. Nuestros cuerpos eran masas concentradas de toneladas de cansancio dejando profundas huellas en el colchón. Mirábamos el techo como si acabásemos de hacer el amor, pero lo cierto era que apenas si podÃamos mantenernos despiertos.
– Me quedarÃa acá para siempre – me dijo pegando un bostezo con el que por poco succionó todo lo que la rodeaba.
– Quedate – le sonreà sin mirarla, y le tendà una mano.
– El vuelo sale en una hora, no…
– Quedate.
Lore me dio la mano y sentà como si un algodón tibio me estuviese acariciando las yemas de los dedos.
– Estamos cerca, gordo. Falta menos.
Tragué saliva, cerré los párpados.
– Falta menos – le concedÃ, pero los dos hablábamos de cosas completamente distintas.
Miré sus ojos almendrados que destilaban ternura. Su párpado izquierdo caÃa pesado y cuando estaba cansada se le notaba todavÃa más. Tomé el mechón que le cubrÃa la frente y lo enrulé en mi dedo Ãndice, haciéndola sonreÃr de la forma más sencilla.
Suspiré. Mi cansancio era en parte por lo mucho que le estábamos dedicando a la creación de la máquina más revolucionaria de la historia de la humanidad. Y en parte por el cáncer que me habÃan detectado hacÃa unas semanas.
– ¿Qué harÃas primero? – Me preguntó con palabras casi ininteligibles por el poco entusiasmo que le estaba poniendo al abrir la boca para modular.
– ¿De qué hablás?
– De la máquina – elevó las cejas y tomó mi mano para besarla –. ¿A dónde te gustarÃa viajar?
Si le tenÃa que ser honesto, entonces a un universo en el que no existiera el cáncer. Pero no se lo podÃa decir. No hasta que terminásemos de armarla.
– ¿A dónde? – Y reÃ. – ¿Ves que sos una ridÃcula? Con suerte puede llevar un átomo de oxÃgeno dos micronésimas de segundo atrás, ¿y vos querés que nos lleve a otro lado? – Negué lentamente con la cabeza –. Tu optimismo no tiene sustento cientÃfico, ¿sabÃas?
La escuché refunfuñar y me sonreÃ. Hice un esfuerzo monumental para hacer ruido al reÃrme. Esos ojos eran todo lo que necesitaba en la vida. Por poco que me quedara.
– Dale, amor. ¿Todo me tenés que retrucar?
– Todo – la besé.
– ¿A qué año irÃas?
– Me encantarÃa viajar al futuro.
– ¿Al futuro? Pero si sabés que…
– Que la estamos diseñando para el pasado, sà – me hundà de hombros –. Pero qué se yo, husmear su tecnologÃa, adelantarnos, conseguir curas para enfermedades incurables.
Y me sonrió. Sus labios desprendÃan la dulzura de una caramelera, embadurnada por la miel de la ignorancia.
– Siempre tan generoso con la humanidad.
– ¿Y vos? – Le di otro beso. – ¿A dónde irÃas?
Y no lo dudó un segundo.
– A donde estés vos.
– Dale, gorda. En serio.
– En serio – se ofendió –. Perdoname por no ser tan solidaria, pero la que quiere ser feliz en este planteo hipotético, soy yo. Y yo soy feliz estando con vos.
– Sos demasiado cachi para mi gusto.
– ¿Cachi?
– Melosa.
– Jodete.
– Claramente no podrÃa con dos Lorenas al mismo tiempo.
– No podés ni con una…
Y esa vez me besó ella. Porque tenÃa razón.
Nos subimos al auto arrastrando los pies. Estábamos cansados pero hacÃamos todo en cámara lenta para poder estar más tiempo juntos. TenÃa que dejarla en el aeropuerto para que fuese a tramitar unos patrocinadores en el exterior. Puse la dirección en el tablero electrónico y el auto emprendió la marcha por su cuenta.
Necesitábamos el financiamiento del proyecto. HabÃamos llegado a un punto en el que para lograr algo tan imposible, se requerÃa de más que sudor y lágrimas. Ya nos habÃamos gastado buena parte de nuestros ahorros, era importante distanciarnos una de nuestras últimas semanas juntos por el bien de la máquina.
Probablemente nunca me perdonara esos dÃas separados. Pero tenÃa mis razones. Si algo me habÃa quedado claro de esa charla en la cama, eso era que yo me tenÃa que casar con esa mujer. A toda costa. Porque no sabÃa cuánto tiempo me quedaba a su lado, porque no sabÃa si podrÃamos terminar la máquina antes de que se me agotase la vida. Y jamás me perdonarÃa posponer la celebración de nuestro amor a cuando fuese demasiado tarde.
La dejé en el aeropuerto, la besé como nunca y la despedà con lágrimas en los ojos. Antes de ir para el trabajo, me pasé rápido por una joyerÃa. No querÃa nada lujoso pero sà algo que fuese especial. Algo distinto, algo único, algo que nos representase a nosotros y a nadie más.
El joyero me preguntó cómo nos habÃamos conocido, dónde, nuestras comidas favoritas, me pidió que le contara de un evento divertido que nos involucrara a ambos, de uno triste, y cerró preguntándome nuestra fecha de aniversario. Luego llamó a su orfebre y me dijo que no me preocupara. En cuarenta y ocho horas podÃa contar con mi alhaja.
Lorena nunca fue muy de los anillos, asà que diseñamos un collar del que penderÃa un pequeño reloj en forma de corazón. Le avisé al joyero que tenÃa que ser lo más cursi posible, y me aseguró que no me decepcionarÃa.
Daba por sentado que no contar con ella en un momento de tanta fragilidad hubiese hecho de esa semana la más triste de toda mi vida. Pero esperar el collar hizo que esos primeros dos dÃas pasasen como un relámpago. Sudaba, se me caÃan las herramientas, tropezaba, me reÃa constantemente. Lore me habÃa dado un motivo para sonreÃr en medio de tanta miseria. Y ella ni siquiera lo sabÃa.
La tarde en la que debÃa retirar el collar, me llegó un mensaje al teléfono. Era de ella. DecÃa que se habÃan cancelado algunas reuniones y que iba a volver antes, pero que no me preocupara, los patrocinadores se habÃan comprometido a firmar los papeles acordados.
En cualquier otra circunstancia, su mensaje era una buena noticia. El tema era que ella no sabÃa que los patrocinadores me importaban muy poco. A mà me preocupaba que ella llegaba la exacta misma noche en la que yo debÃa retirar el collar y armar una cena de lujo en casa para proponerle matrimonio. Algo que yo habÃa previsto hacer cinco dÃas más tarde.
Pasé por la joyerÃa rogando que el orfebre no hubiera tenido un retraso y fue como si el encargado me hubiese estado esperando. Sacó de debajo del mostrador una pequeña caja y me pidió que la abriera. Adentro estaba el collar más pretencioso que jamás hubiese visto. El reloj acorazonado no era tan grande como para sobresalir a simple vista, pero el detalle de nuestros nombres grabados por detrás, las agujas marcando la exacta hora en que nos conocimos y los pequeños eslabones de plata que lo sostenÃan, hacÃan del collar el regalo ideal para nuestro compromiso.
Le agradecà como pocas veces lo hice en mi vida, pero no me detuve demasiado allà dentro. Le pedà la hora al sistema operativo de mis anteojos y le pregunté cuánto faltaba para que aterrizase Lore. Ninguna de las dos respuestas logró darme un respiro. Estaba demasiado justo de tiempos como para pasar por casa a arreglarme. Asà que fui directo al aeropuerto, dudando sobre si tomar o no el control del vehÃculo para exigirlo un poco más, pero mi sano juicio optó por mÃ, y decidà llegar vivo antes que temprano.
De modo que dejé al automóvil hacer lo suyo, y para cuando llegamos, ella ya me estaba esperando afuera con su pequeño bolso de mano. Salà del auto y la abracé.
– Te extrañé muchÃsimo – me dijo llorando al oÃdo, y sus labios se ensamblaron con los mÃos de forma tibia y húmeda, haciéndome acordar a esos besos que nos dábamos cuando recién nos conocimos.
Fueron solo cuarenta y ocho horas, pero ambos las sentimos como un suspiro y como una vida entera al mismo tiempo.
En el camino a casa, hablé sin parar. Pobre, casi no le permità emitir palabra, pero me sentÃa eternamente vivo. De mi boca, más que palabras, salÃan llamas incendiarias, que la acariciaban y la contagiaban de euforia.
Ella permaneció en silencio, sonriendo, mirándome, disfrutando el verme nervioso y pletórico. Me acariciaba el pelo por detrás de la oreja y me observaba, como grabándome en sus ojos para siempre. Era la primera vez que nos mirábamos asÃ. Era como si supiera. Como si muy en el fondo sintiera que algo me pasaba.
Cuando llegamos, improvisé unas pastas, abrà un buen vino y disfrutamos una velada digna de la pareja más empalagosa del planeta. Nos reÃmos como no lo hacÃamos hacÃa años. Estaba hermosa. Y me miraba con una ternura que no me merecÃa.
En un momento dado, le pedà que cerrara los ojos.
– ¿Para qué?
– Dale, amor.
Entrecerró los párpados con suspicacia. Era demasiado ansiosa, incluso más que yo, y supe que iba a hacer trampa.
– Estás mirando.
– Que no.
– Que sÃ.
Y la vendé con mi bufanda.
– Asà no vale – dijo soltando una carcajada que me hizo temblar entero.
Me apuré en buscar la cajita en mi abrigo y traté de serenarme. Mi cara emanaba calor como si fuese una brasa ardiente, y tenÃa el estómago hecho un nudo. El corazón me latÃa cual tropilla amenazada, los dientes me castañeteaban, se me escapaban risas. Con ella cerca, el cáncer menguaba.
Tomé el collar entre mis manos y lo dejé que pendiera de la cadena. Abrà el ganchito y me le acerqué por detrás. Lore movÃa los hombros ansiosamente. Fui hasta su cuello, cerré los párpados y respiré su perfume.
– Amor – dije abriendo los ojos y ubicando el collar entre mis manos –, ¿te…?
Y lo vi.
Ahà estaba. Reluciente, único, imposible. Marcando la exacta hora en que nos conocimos, arrinconando de forma acorazonada nuestro tiempo juntos, escondiendo nuestros nombres grabados por detrás.
Su collar de compromiso ya colgaba de su cuello, sin que yo se lo hubiese dado.
– ¿Si? – Me preguntó de pronto, preocupada por la pausa que habÃa generado.
– Te, te – tartamudeé –. Te amo.
Y lloré al guardar el collar en mi bolsillo, para dárselo a mi Lore recién cuando volviera realmente de su viaje de negocios.
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022