Ezequiel Martinez Wagner
21 de dic de 2022
Una mujer tiene una perra que cree que se está por morir. Y no sabe cómo ayudarla.
Pacha es mi perra y creo que se está por morir. El tema es que no tengo ni idea de cómo ayudarla. Porque la verdad es que no sé si quiero hacerlo. No sé si está bien intentarlo.
Nos conocimos hace cuatro años. Yo acababa de terminar una relación de la que preferiría no guardar recuerdos, pero que así y todo, guardo un par de cicatrices.
El tipo se aseguró de tatuarme su paso por mi vida antes de irse. Los moretones iban y venían, pero los tajos al espíritu quedaban. La terapia los tapaba y los adornaba. Querían hacerme entender que ya eran parte de mí. Que mi pasado oscuro era mío y negarlo solo podía traerme problemas.
Pero por mucha sanación que se me prometiera, no creo que exista persona que desee pasar por un sufrimiento así dos veces para superarlo. No, gracias. Con una me basta y sobra.
Y en eso preferí a Pachita. La vi en instagram y fue un flechazo. Se había quedado sola. Nadie le ofrecía tránsito. Tenía un par de años más que el resto y eso la volvía menos popular. Estaba flaca. Los del albergue decían que ellos le ofrecían comida, pero ella no quería. Estaba demasiado triste como para comer.
Fui a verla la mañana siguiente. Le vi sus costillitas sobresaliendo en el lomo. Le encontré parches sin pelo que escondían cicatrices en el fondo. La vi grande. Y ella me vio grande también. Su cola se movió un milímetro cuando me acerqué. Los del albergue temían que tuviera un arrebato y me tirase un tarascón. Pero con una mano les pedí que se mantuvieran lejos, y con la otra le acerqué mis dedos a su hocico. Pachita olisqueó, sacudió la cola esta vez con un poco más de fuerza, y sentí su lengua seca y áspera rozarme las yemas.
Me la llevé a casa. Al principio temblaba, pero cuando le acercaba mi mano, se calmaba. Le dejé un platito con comida y no quiso probar bocado. Me llené la palma con un poco de sus piedritas y de ahí comió sin dudarlo.
Sus heridas fueron sanando, fue ganando cuerpo y energía. Pasaron las semanas y parecía más joven que antes. Más decidida, con más vida, con más necesidad de llevarse el mundo por delante. Nadie le iba a devolver el tiempo perdido, pero no por eso iba a quedarse sin vivir lo que le quedase.
Hubo un solo hombre al que le hablé en esos años. Ya se me había pasado la hora a mí, pero por Pachita me vi obligada a contactarlo. Rulo era su paseador. Un tipo que la entendía casi tan bien como yo. La única persona a la que Pachita también le movía la cola y le lamía la mano. Ni al veterinario le gustaba ir. Se retobaba, tironeaba de la correa, lloraba y veía todos mis esfuerzos como la traición a nuestro amor más puro.
Pero con Rulo la cosa era distinta. Le saltaba, le ladraba de alegría, a veces no podía contener la emoción y se hacía pis encima. Él la acariciaba y la calmaba de a poco, tenía una especie de poder sobre ella.
El tiempo pasó y Pachita ganó peso. Ella paseaba y comía lo que siempre. Rulo me lo hizo notar. Dijo que estaba más cansada que de costumbre. Esa tarde haciéndole unos mimos le sentí un bulto en la panza, y el mundo se me vino abajo.
Rulo me dijo que a los perros petizos les pasaba, que no era el primero que veía. Le pregunté cómo les había ido a los demás, y no me contestó. Le golpeé el pecho para que lo hiciera, y lloré desconsolada cuando volvió a negarme su respuesta. Me abrazó. Y dejé que lo hiciera.
Pachita caminaba cada vez más lento. Le costaba respirar. Vomitaba. No quería comer, y mojaba constantemente la alfombra. Nunca la llevé al veterinario. Siempre y cuando no la viese sufrir, no la iba a exponer a medicaciones, estudios y cosas que simplemente prolongaran su agonía. Lo tenía clarísimo. Más valía una vida corta bien vivida que cien años de horror.
Pero hoy, Pachita dejó de pararse. Me mira desde su cucha y se queja para respirar. Con lágrimas en los ojos, le acerco mi mano. Pachita olisquea y, con mucha lentitud, me lame los dedos.
Llamo a Rulo para que me cubra mientras voy al veterinario a buscar algo que pueda ayudarla. Nunca pensé en una inyección. En esa inyección. Yo solo quiero ayudarla. Que el veterinario lo interprete como quiera, no estoy para tomar esas decisiones.
Rulo vuelve a abrazarme. Lo dejo en casa y me voy disparada. El veterinario me recibe con los ojos caídos y los brazos abiertos. Pachita solía ser un descontrol en su consultorio, pero se nota que la quiere. No me dice nada por no llevarla durante tanto tiempo. Me entiende. Me entiende como no pensaba que alguien podía hacerlo.
Me arma la jeringa, me explica cómo, dónde, y me dice que todo va a estar bien.
Pero él no sabe, él no tiene ni la menor idea de que yo sin Pachita no puedo. Ella me devolvió las ganas de vivir. Sin ella no tiene sentido. Juntas en todo. Se lo había prometido.
Así que le pido si puede armar otra jeringa. El hombre levanta una ceja pero rápido le digo que tengo miedo de que se me rompa con los nervios. Si me sale todo bien, se la devuelvo intacta. Lo veo dudar, pero insisto. Y él accede.
Vuelvo a casa con un nudo en la garganta. La cajita con las jeringas me tiembla en la mano. Lloro internamente como no lo hago desde que él me pegaba. Lloro antes de entrar porque Pachita no puede verme así. Miro la caja, trago saliva y entro.
Rulo está de rodillas asistiéndola cuando me escucha abrir la puerta. Se gira, y lo veo con lágrimas en los ojos. Y así como si nada, el mundo se detiene bajo mis pies.
No vuela una mosca, el segundero del reloj tiembla estático sobre el siete, las cortinas permanecen tiesas contra la ventana, y de pronto, un pequeño quejido. Y otro. Y otro. Veo a Pachita asomar la cabeza a un costado, y la escucho golpear la cola contra el piso. Rulo se mueve y veo los seis cachorritos más hermosos amamantándose de su madre orgullosa.
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022