Ezequiel Martinez Wagner
3 de jun de 2022
Una paciente en estado crítico. Y una partida de ajedrez para definir su destino.
Jaque mate
Me llama su madre porque no la ve bien y una electricidad me recorre las cervicales. Me cuelgo el estetoscopio, dejo lo que estoy haciendo y voy a su habitación con el pecho fibrilando. Sé que está grave. Lleva días estando grave. Pero todavía no puedo identificar hasta qué punto su gravedad me inquieta por la misma definición de la palabra, o bien por lo poco que puedo hacer al respecto.
Entro y siento el frío. Mi mirada se marea paseándose entre Lucía que lucha por su vida, Esther acariciándole el dorso de su mano con un frenesí del que no guardo precedente, y esa presencia a la que no puedo mirar a los ojos, pero que sé que está ahí.
Me acerco a la camilla y veo a Lucía revolcarse por un poco de oxígeno. Noto su cuerpo raquítico contornearse como ramas al compás de una tormenta. Ella no es como el resto. Su vida no fue como la de los pacientes de las otras habitaciones. Sus párpados esconden catorce años de sufrimiento. De caricias, besos y morfina que no hicieron otra cosa que intentar paliar el sufrimiento perenne que conllevaba estar viva. Esther refriega su mano libre con esmero, como si eso pudiese ventilar unos pulmones petrificados luego de veintidós internaciones de causa respiratoria, seis pasos por terapia intensiva, tres cirugías y dos reanimaciones.
Toco la otra mano de Lucía y la siento fría. Le tomo el pulso con delicadeza. Ahí sigue. Débil, pero presente. Su piel está pálida y tatuada por miles de serpientes venosas que la recorren como ríos en un delta cadavérico. Estoy a punto de descolgarme el estetoscopio de los hombros para auscultar su pecho quejumbroso, cuando siento a alguien moverse detrás de mí. No me atrevo a levantar la vista. Sé que la presencia me está mirando fijo, sé que los tres estamos bajo su manto azabache, y que bien podía ser de día, pero que la noche ya lo había cubierto todo.
Su mano espectral se posa en mi hombro. Me pone un dedo en el mentón y me hacer verla a los ojos. Me estremezco pero lo disimulo lo mejor que puedo. Ni Esther ni Lucía pueden darse cuenta de que tenemos a la muerte parada enfrente, acompañándonos.
Me sonríe. La muerte me sonríe y se me hielan los huesos. Siento el vapor salir de mi boca con cada respiración. Me reta a un duelo. Quiere llevarse ese corazón que apenas puede bombear de manera organizada. Quiere cobrarse una vida que no pudo cobrarse en veintidós oportunidades. Abre el tablero de ajedrez y sabe que puede ganarme. Que esta es su noche. Que no tengo posibilidades.
Miro a Lucía y trato de dar con el diagnóstico. Entró con una crisis respiratoria. Venía evolucionando dentro de todo bien. Pero ahora está francamente empeorada. El oxígeno que tiene no es suficiente ni por asomo. Miro su boca detrás de la máscara y noto que está llena de vómito. Veo su pecho convulsivar bajo el camisolín y sé que está con demasiada dificultad respiratoria como para sobrevivir la noche si no hago algo antes. Una leche está pasando por la sonda hasta su estómago. Miro el vómito de nuevo. Veo la leche colgada otra vez, y rápido freno el goteo. Se aspiró. Lucía se aspiró. Vomitó la leche y respiró su propio vómito. Por eso está como está.
Por mi mente se diagraman la placa de tórax, los hemocultivos, los antibióticos y una eventual consulta con terapia intensiva para aportarle ventilación mecánica. No hay más diferencia entre seis y siete intubaciones que tan solo un par de letras.
Miro a la muerte y esta vez el que sonríe soy yo. No sé si hice un jaque mate, pero mínimamente arrinconé a su realeza con dos alfiles y una torre. Le subo el oxígeno a Lucía para que aguante al menos un par de horas hasta que pueda definir todos los estudios.
Me vuelvo hacia Esther para calmar su angustia. Ella sigue acariciando la mano de su hija, besándola, envolviéndola en lágrimas. Estoy por hablarle, por contarle qué es lo que tiene Lucía y qué procedimientos deberíamos hacer, cuando escucho algo caerse a un costado. Sin embargo, el único que parece haber escuchado el estruendo, soy yo.
Me giro lentamente y veo a la muerte atisbándome con rabia. Sobre el suelo yace el tablero de ajedrez, con todas las piezas desparramadas. Quiere asustarme, su oscuridad enturbia aún más la habitación, pero no me sale otra cosa que esbozar una mueca desafiante.
Esther vuelve a estar frente a mí. Escucho que juntan las piezas del tablero a un costado pero no quiero distraerme con quien tiene las de perder. Le explico de la posible neumonía aspirativa. De la necesidad de realizar una radiografía de tórax para confirmarlo. De que debemos iniciar nuevos antibióticos. De que hay que tomarle muestras de sangre. De que quiero comentarle la situación de Lucía a los terapistas para que la intuben.
Me mira. No entendió una sola palabra de lo que le dije. Sé que se viene la pregunta. Todos preguntan lo mismo. “¿Va a estar bien?”. Y sé perfectamente que la respuesta debe ser ambigua. Que no puedo asegurarlo, pero que es lo que queremos todos y que vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para lograrlo.
Pero Esther me descoloca. Abre los labios formando puentes sinuosos con sus lágrimas, y el tiempo se detiene.
– Pero, doctor – refriega la mano de su hija con más fuerza aún –, ¿ella va a sufrir?
Solo se escucha el oxígeno fluyendo desde la máscara hasta el rostro de la pequeña. Mi respuesta predeterminada se despedaza en el aire. Mi boca quiere pronunciarse pero no hay palabra que se atreva a vibrar en mis cuerdas vocales. Porque sé muy bien que no hay respuestas ambiguas a su pregunta. Que por mucha medicación que usemos, es prácticamente seguro que va a sufrir con todo lo que le dije que sucedería.
En eso, quien juntaba las fichas termina de hacerlo. Me vuelvo lentamente y parpadeo rápido para terminar de asimilar lo que veo. Es Lucía. Pero una Lucía distinta. Con bracitos fornidos, una sonrisa dulce y tibia en su rostro, un pecho que no se queja para respirar y una piel rosada que irradia vida. Sus ojos me miran y piden clemencia. Me pone una silla frente a la mesa en la que me espera la muerte. Mis alfiles y mi torre siguen aprisionando a sus reyes. La muerte me dedica un último vistazo. Ya no está furiosa. Con hombros caídos, aguarda. Me espera. Me pide algo. Porque es mi turno de mover, y se está acabando el tiempo.
Respiro hondo. Respiro porque puedo. Porque no me duele hacerlo. Porque no necesito un tubo ni una máscara y no puedo ni imaginarme lo que debe ser eso. Me conmuevo. Los ojos se me cristalizan y sacudo la cabeza. El estetoscopio me baila sobre el pecho. La pregunta de Esther sigue haciendo eco en la habitación. Y Lucía me sigue diciendo con sus ojos celestes que no quiere sufrir más.
Muevo mis piezas. Me acerco a Esther. Me agacho para estar cerca de ella. Le paso un brazo por los hombros. Pongo mi mano derecha sobre las suyas entrelazadas. Se escuchan los primeros pájaros canturrear en la mañana. La luz avanza lenta, suave y cálida por las paredes. Le retiro la máscara a Lucía. Esther llora con fuerza. La muerte acepta mi rey caído sobre el tablero. Lucía sonríe.
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022