Ezequiel Martinez Wagner
22 de jul de 2022
Los animales de un carrusel quedaron olvidados. Pero un día, una niña decide festejar su cumpleaños ahí.
El carrusel
Lo escuchamos llegar puntual como solía hacerlo. El viejo siempre tan dedicado, tan leal. Pero cada vez más lento. Más torpe. Más olvidadizo.
Corrió el telón y la luz relamió nuestras pieles opacas. Ese tenue calor, ese brillo suave, el aire puro invadiéndonos, la libertad aproximándose. Sacudí la cabezada e hice sonar las riendas sobre mis crines plateadas. Miré hacia los alrededores y vi a mis compañeros amanecer, dudando si valía la pena hacer el esfuerzo para despertarse ese día. Estábamos oxidados, duros, viejos.
Vi al león a mi izquierda abrir su inmensa mandíbula en un bostezo que poco más y le descolocaba la quijada, meneando su enmarañada melena que se alborotaba anárquica sobre su cabeza. El hipopótamo por detrás lo miraba lleno de ira, bufando a través de sus inmensas fosas nasales que parecían ser las únicas partes de su cuerpo que nada tenían que envidiar la cabellera del felino. La jirafa corcoveaba delante de mí, casi rosando el techo pero confiada en que no lo haría. Los potrillos hermanos enfrentaban la mañana al frente de la tropa, relinchando como gallos que anunciaban el alba. Siempre saludaban al viejito con una alegría y arrebato propios de su juventud, de su raza. Y pese a pertenecer a una familia muy similar a la mía, apenas si me miraban. Jamás lo hicieron, pero en parte los entendía. Se rumoreaba que no podían tolerar que yo tuviese alas y ellos no. El tema es que nunca nadie les explicó que no tenían nada que celar. Que tener alas y no volar era peor que nunca haberlas tenido. Estaban plegadas junto a mi lomo, agarrotadas, cansadas de no haberse extendido jamás. Eran un adorno, pero ellos no tenían ni idea. Nunca quisieron escuchar.
Ser un pegaso y no poder volar era frustrante. Era haber nacido para no poder cumplir mi propósito. Una jugarreta del destino en extremo cínica. Y no era el único. Por momentos miraba a mis compañeros de carreras y un sabor agridulce me recorría la boca. Estaban todos atravesados con fierros que los unían al techo y al suelo, permitiéndoles mover las extremidades pero jamás dejándolos avanzar. Sujetos en la fantasía de una locomoción estática. Cegados por el hecho de creer que el contar con piernas les iba a permitir caminar, correr o galopar. Casi tanto como las alas de piedra plegadas sobre mi lomo a mí me permitían volar.
Las horas pasaron como venían pasando los últimos ya no sé cuántos meses. El viejo hacía lo que podía, pero llegó un punto en que nos dejó de pasar el plumero, de lustrar nuestras monturas, de cepillarnos las crines, de cambiarnos las herraduras. Venía, abría, se sentaba y esperaba. Y esperábamos con él. Día tras día. Envejeciendo juntos.
Hasta que esa mañana llegó ella. El primero en verla fue el tigre, que pegó un tremendo rugido alertándonos a todos. El viejo al principio no se lo creyó, pero cuando la vio caminar decidida hacia nosotros, sacó rápido el plumero y nos limpió a casi todos en una fracción de segundo. Y digo a casi todos y que estaba viejo y olvidadizo porque al único que se olvidó de limpiar fue a mí. Sé que no lo hizo con mala intención, pero me hubiera gustado haber podido competir con ellos en igualdad de condiciones.
El viejo le dio a la tecla, los gemelos se alborotaron y salieron a la carga mientras la música sonaba enérgica en nuestros oídos, como una melodía antigua que nos retrotraía a nuestra jovial y feliz infancia. Los músculos se contrajeron, las articulaciones resonaron herrumbrosas, y la jirafa salió disparada siguiendo a los muchachos. El león dejó de bostezar y se largó también, el hipopótamo por detrás, el tigre siguiéndolo, el elefante y la gacela haciendo lo propio. Sentí la adrenalina recorrerme el cuerpo entero, mis piernas cargarse de energía y por un instante creí que las alas finalmente se me abrirían. Tenía que mostrarme, la niña tenía que elegirme, era mi oportunidad. Pero las tercas decidieron no hacerme caso. Permanecieron férreas a mi lado, tan sólidas y pesadas como las piernas del rinoceronte que tenía detrás de mí. Y, sucio como estaba, sentí que lo único limpio que tenía eran mis pómulos por los senderos que dejaron mis lágrimas al abrirse paso.
Con suerte tuve fuerzas para salir al trote, no podía hacer más que eso. Elegiría al león, como todos. O se iría a la jirafa, para intentar treparle el cuello. Pero quién podía ser tan ridículo de ir con un pegaso sucio que no volaba. Y que encima solo podía trotar y llorar.
El viejo habló con el que debía de ser su padre y todos miraron de refilón exhibiéndose, haciéndose los desinteresados pero presumiendo sus hermosas cualidades que hacía tanto nadie visitaba. Fijé mis ojos en el cuello de la jirafa y deseé que la carrera terminara pronto para poder volver a descansar.
Escuché sus pasos avanzar hacia donde estábamos, al león rugir, a los gemelos relinchar, al tigre ronronear, y de súbito, el silencio. Solo podía escucharse la música sonando como si viniera desde lejos, como un manto besando nuestros oídos suavemente, preparándonos para algo especial. Cuando sentí su mano.
– Este, papi – dijo convencida, subida a la plataforma, girando conmigo –. Quiero el caballito con alas.
Y las lágrimas me cayeron cual diluvio. Su mano me transmitió calor a la altura de mi abdomen, y de a poco empecé a sentir un hormigueo treparme por los cascos.
– ¿El pegaso? – Le preguntó extrañado. – ¿Segura no querés el león?
– Este – le sonrió y le pidió que la alzara –. Es mi cumpleaños y quiero este.
Sentí las miradas de todos clavarse en mí, incluso las de los potrillos, y las piernas me empezaron a temblar con nerviosismo. Vi al hombre levantar a la pequeña por las axilas, ubicarla sobre mi lomo, y la sentí aferrarse a las riendas.
El hombre se bajó de la plataforma y pese a que su hija no eligió al león, parecía contento. La niña me taconeó con suavidad detrás del vientre y sentí que me cargaba con electricidad. Escuché su incontrolable risa, sentí su excitación y galopé como nunca en mi vida. Por momentos me parecía como si las alas quisiesen desplegarse, pero no era posible, mis alas eran de piedra, tenía que dejar de pensar en eso.
Sentí al viejo acercarse como pudo, dejando su edad y renguera para más tarde, y entendí lo que se venía. Lo había olvidado por completo. Galopé a toda velocidad, así me lo pidió ella. Los chicos sonreían con la pequeña, conmigo, lloraban, se abrían camino, me dejaban pasarlos y me alentaban a que fuera aún más rápido. Y así lo hice, la niña tenía que ganar, tenía que agarrar la sortija. El viejo amagó una vez y ella no pudo, sentí su frustración oprimirme las entrañas y me eché la culpa. No iba a perder, no iba a dejar pasar la oportunidad. El padre empezó a arengar con fuerza a un costado cuando vi que el viejo volvía a aparecerse en la siguiente vuelta. La niña se aferró fuertemente de las riendas con su mano izquierda para poder estirarse todo lo posible con la derecha. Sentí el caño de hierro temblar sobre mi lomo, escuché el metal oxidado crujir con fiereza, mis piernas lo estaban dando todo, sentí las alas prenderse fuego, querían abrirse, tenían que abrirse.
– ¡Vos podés, pegasito! – Gritó la nena, y las plumas volaron por todos lados.
La barra metálica se quebró y salí disparado fuera de la plataforma, casi llevándome puesto al viejito. La niña agarró la sortija y estalló en una carcajada. Mis alas se desplegaron majestuosas y volamos por encima del parque, por encima de las avenidas. La llevé al edificio más alto de la ciudad, y desde ahí vimos dónde quedaba su casa. Visitamos a su familia, pasamos por su escuela, sobrevolamos el lago donde su padre la llevaba a pescar y finalmente emprendimos la vuelta.
Sus manos ya no estaban tensas sobre las riendas sino que me acariciaban las crines con un amor inexplicable. Su alegría era inmensa y no paraba de felicitarme por lo bien que corrí la carrera. Nunca nadie me había hecho sentir tan a gusto. Pero al volver, me sorprendió encontrarme con que quien lagrimeaba ya no era yo. Era él. Su padre. Y apenas si le cabía tanta felicidad en el rostro.
Me miró firme cuando se bajaba. Ambos pestañeamos con la lentitud de un agradecimiento mutuo. Ninguno de los dos sabía si ella recordaría ese cumpleaños alguna vez. Pero ninguno olvidaría la mañana en que su hija voló a toda velocidad por la ciudad, riendo con una inocencia que ojalá la acompañara por el resto de sus días.
Ezequiel Martinez Wagner
Registrado en la DNDA, Julio 2022